La ciudad china tradicional está formada por una serie de espacios encerrados unos dentro de otros. Son espacios concéntricos, con mundos agazapados en el interior de otros mundos. El universo es una muñeca rusa…


Publicado en la Vanguardia

La ciudad china tradicional está formada por una serie de espacios encerrados unos dentro de otros. Son espacios concéntricos, con mundos agazapados en el interior de otros mundos. El universo es una muñeca rusa. De la escala territorial a la escala urbana, de la escala urbana a la escala de barrio, de la escala de barrio a la escala doméstica: cada espacio está rodeado por un muro que marca claramente el salto de un mundo a otro. Esta necesidad de marcar un límite rotundo proviene en parte de la voluntad de diferenciar lo propio de lo ajeno, pero también de un sentido de la protección extraordinariamente desarrollado.

La Gran Muralla es, por supuesto, el ejemplo más claro. Ningún otro pueblo ha realizado un esfuerzo tan descomunal para sentirse protegido, ni ha convertido un elemento de protección en su principal construcción simbólica. No obstante, esa formidable defensa que se extiende desde la costa hasta los remotos desiertos del interior no resulta suficiente para satisfacer el sentimiento de protección chino. También las ciudades están rodeadas de murallas y, en el interior de las ciudades, a ambos lados de las avenidas más importantes un muro separa a su vez la avenida del “hutong”, el abigarrado tejido de viviendas y callejuelas que constituye el barrio tradicional. Finalmente, en el interior del “hutong”, la casa típica también se organiza en un espacio protegido por un muro, con las diferentes dependencias de la vivienda familiar distribuidas alrededor de un patio. “El chino tiene el alma cóncava”, dice Henri Michaux en “Un bárbaro en Asia”, sólo así se explica esa tendencia al continuo repliegue sobre sí mismo.

Si el paisaje chino o, para ser más precisos, la representación del paisaje ha tenido siempre un carácter marcadamente vertical (imágenes de riscos escarpados emergiendo entre la bruma, oníricas formaciones cársticas en el río Li), la ciudad era, en cambio, un espacio bidimensional, un laberinto plano construido sobre una llanura que formaba un estrecho estrato construido bajo una repetida cubierta de teja. Hasta hace unas décadas, en la superpoblada Pekín pocas construcciones superaban las dos o tres plantas de altura. Ningún edificio debía ser más alto que el palacio Imperial. En las fotografías de las celebraciones de la revolución, la Ciudad Prohibida todavía se alza sobre un horizonte plano, y ese paisaje bidimensional perduró hasta la muerte de Mao Zedong en 1976.

Sin embargo, en el último cuarto de siglo, mientras el retrato de Mao permanecía inalterable frente a la plaza Tiananmen, retocado una y otra vez por el mismo pintor, la ciudad se transformaba completamente, pasando de ser un paisaje plano a convertirse en un paisaje vertical. Pekín es hoy una ciudad de rascacielos, rascacielos de viviendas estrechos y apantallados, dispuestos en fila india como fichas de dominó, rascacielos de oficinas, rascacielos hotel. Entre ellos: autopistas de diez carriles y pasos elevados.

La sustitución de un modelo de ciudad por otro se produce a ritmo ágil y con gesto decidido: se marca en el plano, se arrasan las viviendas de planta baja y piso, se valla el enorme solar vacío correspondiente a un antiguo barrio y se coloca un gran cartel con una imagen generada por ordenador del nuevo rascacielos tras una fotografía de dos jóvenes con vestimenta militar, saludo castrense, sonrisa resplandeciente y mirada hacia el futuro. Después sólo queda construir esa misma imagen.

La transformación de Pekín se produce de forma especular en otras ciudades: Shanghai, Kumming, Xian, Cantón y, por supuesto, en Hong Kong, donde los edificios de viviendas se encaraman por las empinadas laderas de la montaña como si se tratase de una urbanización informal, cuando en realidad son torres de apartamentos de lujo, cuyo coste únicamente es entendible desde la perspectiva de las enormes cantidades de dinero que se manejan unos cientos de metros más abajo, en el “downtown” de esta isla financiera.

Para cualquier extranjero que visite el país, más que la visión de las inmensas fachadas homogéneas, lo que resulta realmente desconcertante es que los balcones de esas viviendas, incluso aquellos situados en las plantas más altas, estén invariablemente protegidos con rejas en un país donde los índices de criminalidad son mínimos. Una larga tradición pacífica, la profunda huella del confucianismo, cincuenta años de sistema comunista y un sistema penal brutal han reducido los delitos violentos a niveles muy bajos. ¿Cómo es posible pensar que alguien pueda entrar por el balcón de la planta decimocuarta en un país en el que ni el turista más despistado teme que le roben la cartera en la calle? La transformación de las ciudades en la segunda mitad del siglo pasado, la conversión del plano horizontal del paisaje en un plano vertical, ha sido atravesada por la idea de seguridad. El sentido extremo de la protección que hace siglos llevó a esta civilización a estructurar su forma de habitar el territorio a partir de la construcción de una serie de murallas concéntricas produce ahora un paisaje urbano encarcelado, una ciudad cubierta de rejas. Sin embargo, de la misma manera que hace dos mil años la Gran Muralla, destinada a proteger el imperio recién creado por Qin Shi Huang, fue construida por disidentes condenados a trabajos forzados, las rejas que cubren hoy las ciudades son más opresivas que protectoras.

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